OK Usamos cookies propias y de terceros para mostrar publicidad. Si continua navegando consideramos que acepta el uso de cookies. Más información
VER TODOS LOS ARTÍCULOS
Dr. Jorge Ferré Veciana y Dra. Mª del Mar Ferré

¿EL CEREBRO ES NUESTRO VEHÍCULO O ES EL CONDUCTOR?

Nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestro organismo son tres vagones del mismo tren, cuya máquina es el cerebro y, teóricamente, cada uno de nosotros el maquinista.
Cada vez está más claro y hay más profesionales que defienden la idea de que los sentimientos y las emociones negativas producen pensamientos negativos y cambios biológicos negativos porque alimentan estados de distrés, ansiedad y desequilibrio, de la misma forma que los pensamientos positivos generan sentimientos positivos y alimentan un estado vegetativo parasimpático, equilibrado y proclive a la construcción de nuestro ser.
Teóricamente, nosotros somos quienes debemos decidir la dirección hacia donde va nuestro cerebro, pero, en la realidad, muchas veces no es así, vamos hacia donde él nos conduce con todos los automatismos que hemos ido construyendo a lo largo de la vida.
Por este motivo son tan importantes: 
•    La infancia, que es el período en el que construimos estos  automatismos.
•    Nuestra conciencia, que nos permite darnos cuenta de cuando llevamos un camino equivocado.
•    Y nuestra voluntad, fruto de la función de las áreas frontales, que, tal como propone el Dr. Dispenza, es el instrumento que nos permite modificar el curso de los automatismos.
Si somos sinceros y nos detenemos a pensar qué cosas hacemos cada día que realmente hemos decidido hacer, nos daremos cuenta de que son pocas. Muchas veces, vivimos enquistados en bucles de automatismos, hábitos adquiridos y reflejos condicionados, porque no debemos olvidar que la primera misión de nuestro cerebro es sobrevivir y, para sobrevivir psíquicamente, él busca, de forma automática, aquellas situaciones que entran en resonancia con las informaciones que posee.
Si estas informaciones son erróneas, busca situaciones que le permiten reafirmarse en su error. En general es así, aunque no nos guste y prefiramos pensar que somos dueños y señores de  nuestro Yo y que nuestra conducta es fruto del libre albedrío.

La infancia es sumamente importante porque, durante los primeros años de vida, diseñamos la mayor parte de nuestro funcionamiento, como por ejemplo, la tendencia vegetativa simpática o  parasimpática que nos acompañará el resto de nuestros días, a no ser que hagamos un gran esfuerzo por cambiar. Y, por esta misma razón, hace ya muchos años, decidimos dirigir nuestra actividad profesional a buscar las causas de los problemas que tienen los niños y aplicar una terapia causal, dejando en segundo plano la catalogación y la nomenclatura sindrómica.
Consideramos que los síndromes, que tanto gustan a los profesionales del diagnóstico, al menos en lo que se refiere a las alteraciones del desarrollo y el aprendizaje del niño, encasillan, encapsulan y enquistan al individuo dentro de un rol y a sus padres también, porque piensan que deben aprender a ser padres no de su hijo, sino del síndrome que le han diagnosticado.
Los síndromes de la Hiperactividad, el TDA, la dislexia, por poner como ejemplo tres de los más frecuentes, más que aportar soluciones madurativas para el individuo lo que hacen es “catalogarle” y enseñar a esos cerebros a desarrollar esa posición frente a la vida. A los ocho o diez años, ya son muchos los niños que dicen “es que yo SOY hiperactivo y…”, “no, es que SOY TDA…”, “no verás, es que yo SOY disléxico …”.
Definir un síndrome y darle más importancia al síndrome que al propio individuo es la mejor forma de que los cerebros de esos pequeños entren en resonancia con todo aquello que les permite justificar su posición frente al aprendizaje y ante la vida en general.
No olvidemos estas dos ideas: El cerebro se construye durante los primeros años y, después, procura buscar y rodearse de todos los elementos que entran en resonancia con él y lo hace sin  consultarnos. Si se encuentra en un programa positivo (pensamientos, sentimientos, salud) busca elementos positivos, pero si se encuentra en un programa negativo, busca la afirmación y la seguridad que le produce aquello que confirma su posición. 
“Lo que el corazón quiere, la mente se lo muestra”, dice el Dr. Mario Alonso Puig.
Por eso, hemos de transmitir mensajes positivos a los niños, para que puedan desarrollar confianza en sus capacidades y enfrentarse al reto que constituyen el desarrollo y el aprendizaje con entusiasmo y positividad. Y eso, en el caso del niño que tiene problemas, no es lo más habitual.

Los lóbulos frontales y, en general, toda la función cortical están directamente influenciados por el sistema límbico, que es el integrador emocional y el regulador vegetativo y endocrino.
 
Afortunadamente, la evolución en las últimas décadas nos ha llevado a hablar de la Psiconeuroinmunobiología o todavía más, de la Psiconeuroinmunoendocrinología, porque la conexión que existe entre el pensamiento, la palabra, los sentimientos, el sistema inmunitario y el sistema  endocrino es muy directa, ellos constituyen la máquina que tira de nuestro tren.

Apliquemos eso a los niños y pensamos que la respuesta de estrés es generalizada, que cuando un profesional se encuentra con un sistema “estresado” es porque está ante un niño “estresado”.
Deberíamos intentar utilizar correctamente los conceptos de estrés y distrés. El estrés no es nada negativo, es la respuesta de defensa gracias a la cual hemos sobrevivido.
Es una respuesta aguda, que se pone en marcha para actuar durante un tiempo limitado, corto y conseguir el efecto deseado. El distrés, en cambio, es el estrés sostenido, el que produce un sobreconsumo infructuoso y nos deja sumidos en la disarmonía.
Muchos niños padecen distrés, no estrés, y para que nos hagamos una idea más clara de en qué consiste, vamos a analizar un poco los procesos que tiene lugar cuando el estrés se mantiene en el tiempo.
El distrés produce daños neuronales en el hipocampo porque hace que el organismo dedique sus esfuerzos a sobrevivir y las áreas destinadas al aprendizaje y al desarrollo personal están menos irrigadas.
Esta situación es prácticamente incompatible con el aprendizaje escolar.
Además de los factores biológicos y metabólicos en los que no vamos a entrar en este artículo, en la esfera cognitiva, emocional y social, el distrés puede producir:
 

•    Pérdida de confianza en uno mismo.
•    Dificultades de concentración y falta de memoria o memoria distorcionada.
•    Conciencia ofuscada.
•    Inseguridad.
•    Dificultad para tomar decisiones.
•    Dificultades de relación.
•    Dificultades de orientación espacial y temporal.
•    Pensamientos repetitivos y fugaces.
•    Miedo y aprensión.
•    Incertidumbre, agitación y ansiedad.
•    Sentimiento de agobio y de impotencia.
•    Irritabilidad.
•    Desesperación.
•    Sentimiento de culpa.
•    Tristeza y depresión.
•    Baja autoestima.
•    Insatisfacción.
•    Falta de ilusión y de esperanza.
•    Alteraciones del sueño.
•    Movimientos sin sentido.
•    Cambios en la forma de comunicarse.
•    Pérdida de interés por actividades que antes eran motivadoras.
•    Cambio en los hábitos dietéticos.
•    Inestabilidad emocional y conducta antisocial.
•    Irregularidades del humor, recelo.
•    Conductas de huída.
•    Movimientos y mecanismos de descarga como tics
, dar golpecitos con los pies o las manos, morderse las uñas, rechinar los dientes, etc.

Cuando un niño de ocho o diez años vive con ese nivel de presión, no podemos pedirle que cambie sin más, no debemos transmitirle la sensación de que si no cambia no nos gusta, porque es muy posible que tenga problemas de autoestima y que se sienta culpable y recordemos que el cerebro tiende a entrar en resonancia con aquello que va a favor de las informaciones que contiene.

Todos tendemos a justificar nuestros fallos y nuestros errores, el malestar, los malos pensamientos y las equivocaciones y a buscar culpables en los demás. 
Recordemos también que la realidad no existe, es un proceso virtual distinto para cada uno de nosotros, la realidad la construimos a imagen y semejanza de nuestro cerebro y hemos de ser capaces de colocarnos dentro de la piel del niño que fracasa en la escuela, en el grupo social o en el seno de la familia, si de verdad queremos ayudarle.


Santiago Ramón y Cajal decía algo que hoy ya es una realidad demostrada y defendida por muchos profesionales, que todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro y Ortega y Gasset que “aquel que vive de sus males, si lo curas, lo matas”. 
Y es así, según cómo nos hablemos a nosotros mismos en nuestro diálogo interno, moldeamos nuestras emociones, que modifican nuestros pensamientos y cambian nuestras percepciones. 
En estos procesos de cambio, el miedo es nuestro peor enemigo porque nos impide abandonar nuestro lugar y nos hace defender la premisa de que “es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Esta frase sólo tiene sentido desde la perspectiva del miedo y frena totalmente la creatividad, que es el gran aliado de los cambios y del niño que vive con seguridad y confianza.
La infancia es sumamente importante porque construimos nuestra autoimagen y la posición que adoptamos frente al mundo, además de todos los mecanismos de relación que necesitamos para desarrollar nuestro potencial. Reaccionamos en base a los reflejos condicionados, los automatismos y los prejuicios, que nos hacen la vida fácil, pero nos limitan la libertad, el libre albedrío y la posibilidad de construir nuevos juicios.
Hemos de ayudar a los niños a desarrollar la conciencia, la voluntad, la perseverancia, el espíritu de esfuerzo y su autoestima para que se conviertan en sus mejores aliados de futuro y especialmente al niño que tiene problemas, trasmitiéndole la sensación de que no ES un niño problemático, sino un ser fantástico, que merece toda nuestra valoración positiva, que encierra un potencial enorme y que TIENE algunos problemas que vamos a ayudarle a resolver.

Así es más fácil que se convierta en nuestro aliado a la hora de seguir una terapia.
Por eso, aunque nosotros no realizamos la terapia, siempre hemos trabajado con la premisa de conseguir que, cuando el niño sale de la consulta y sus padres se van con un diagnostico causal y un tratamiento, el niño salga mejor de lo que entró, con el sentimiento de que vale mucho más de lo que él creía y que ese pozo oscuro en el que se encontraba tiene una salida. Hemos de conseguir que sus padres crean más en él y en ellos mismos, porque tienen un camino que recorrer que puede llevarles a un buen fin.